en el quinto aniversario de la masacre de San José de Apartadó
Homilía en el quinto aniversario de la masacre de Mulatos y La Resbalosa, San José de Apartadó
Por Javier Giraldo M. S.J.,
Lunes 8 de marzo de 2010, por Javier Giraldo M. , S.J.
"Allí se produjo el último rasgo de la más fina y delicada ternura, cuando Natalia empacó algo de ropa para que su hermanito Santiago la llevara en ese misterioso viaje que ella no alcanzaba a comprender. Con ese precioso gesto de inocente ternura se cerró la vida de Natalia, de Santiago y de Alfonso. Segundos después, sus cuerpos serían desmembrados y sepultados en pedazos en aquellas dos estrechas fosas medio escondidas en el cacaotal. Varios de aquellos esclavos de la muerte confesarían después que sintieron revolverse su conciencia y comprendieron que jamás podrían alejar de sí el tormento de esa macabra memoria. Natalia y Santiago, Alfonso y Sandra emprendieron ciertamente un viaje sin regreso para alejarse del infierno creado por un Estado criminal, pero su ruta los llevaría a las estancias del Dios de la Vida donde la ternura inocente no es jamás tocada por la muerte. Desde ese Reino de la Vida nos acompañan intensamente".
Homilía en el quinto aniversario de la masacre de Mulatos y La Resbalosa [San José de Apartadó]
perpetrada el 21 de febrero de 2005
El paso del tiempo va transformando nuestra memoria, la va enriqueciendo, la va profundizando, y nos ayuda a entender mejor lo que antes entendíamos sólo parcialmente. Es como ir subiendo una montaña, y a medida que la vamos escalando, vamos viendo más completo el paisaje del valle que quedó abajo. Cuando estábamos muy abajo, en el nivel mismo del valle, no podíamos abarcar con la mirada el conjunto del paisaje, los bosques, los ríos, las quebradas y las colinas, pero a medida que vamos ganando altura y tomando distancia, el paisaje se nos va ofreciendo más completo.
Hace cinco años estábamos apabullados por el dolor, por la indignación, por el terror. Esos sentimientos también nos impedían percibir muchas dimensiones de lo que había pasado. Estábamos traumatizados. El dolor era demasiado grande y estábamos demasiado cerca de los acontecimientos que nos envolvían y nos quitaban perspectiva. Casi ni habíamos tenido tiempo de organizar y entender lo que habíamos visto, lo que habíamos vivido.
Preguntémonos: ¿en estos cinco años qué hemos sabido?; ¿qué hemos entendido?; ¿qué hemos reflexionado?; ¿cómo miramos lo que pasó?
Hemos sabido algo más sobre las circunstancias que envolvieron la muerte de LUIS EDUARDO: supimos que el día 20 no quiso ir a cosechar el cacao porque sintió bombardeos y explosiones y vio todo militarizado, pero al día siguiente se decidió a enfrentarse con el que fuera, afirmando sus derechos. Supimos que su hermano le insistió en que se devolviera pero él no quiso; confió en que respetarían su derecho de persona civil. Conocimos después la grabación de su entrevista a los diputados de Valencia, España, realizada un mes antes de su muerte, y hemos escuchado muchas veces, con su propia voz, esa frase que tanto nos ha impresionado: “Hoy estamos hablando, mañana podemos estar muertos”, frase que reflejaba su conciencia de que vivía en un contexto terrible de violencia, pero que esa violencia no lo hacía renunciar a su proyecto de comunidad de paz. En la misma entrevista dijo: “mientras estemos, nuestros proyectos de vida siguen”, frase que refleja la convicción que él tenía de que el proyecto de comunidad era más grande que su propia vida y de que valía la pena sacrificarle le vida. Nos hemos preguntado tal vez muchas veces si Luis Eduardo sería acaso un hombre que despreciaba la vida, pero no, si alguien defendía la vida, buscando siempre estrategias nuevas de defensa, era él; más bien tenía la convicción de que la vida no se podía destruir ni siquiera con la muerte y de allí sacaba su fuerza para enfrentar todas las amenazas como algo que no podía llegar a destruir lo que más valía en él y en la Comunidad. Hemos mirado muchas veces su vida hacia atrás y hasta su muerte y lo hemos valorado como un verdadero líder que encarnaba los ideales de la Comunidad de Paz. En las exequias colectivas, hace 5 años, leímos esta frase de Jesús en el Evangelio de San Juan, cuando dice: “a mí nadie me quita la vida, yo mismo la entrego para volverla a tomar” (Jn. 10, 17). Hoy miramos su vida como una presencia permanente en la Comunidad. Su memoria es una energía muy fuerte que nos infunde fuerza a todos.
Hemos pensado mucho en BELLANIRA; en su juventud; en su experiencia de pareja que sólo llevaba pocos meses con Luis Eduardo. Nos hemos preguntado si al comprometerse con Luis Eduardo no habría sentido temor, pues Luis Eduardo ya era una persona perseguida y en alto riesgo. Todo nos dice, sin embargo, que ella asumió ese riesgo en su fresca experiencia de un amor que va hasta compartir el riesgo; un riesgo que aquí se hizo tragedia. Bellanira encarna el amor de tantas jóvenes de la Comunidad que ha madurado en el riesgo y el sufrimiento compartido y en el afán de proteger la vida desde su primera gestación.
Hemos pensado mucho en DEINER, quien ya en sus escasos 10 años de vida llevaba en su cuerpo los destrozos dolorosos de la violencia, cuando su pierna fue destrozada por el artefacto que el Ejército había dejado en los campos de cultivo de La Unión y que luego, bajo engaños, se negó a recoger, afirmando que no representaba ningún peligro. Nos ha estremecido profundamente su degollamiento, en el cual hemos leído la crueldad extrema del régimen que nos domina. Nunca olvidaremos la imagen de aquel militar que mostró como trofeo el machete ensangrentado con el que le cercenaron su cabecita, afirmando entre burlas y desafíos de impunidad: “este es el degollador”. Deiner encabeza la fila de los niños mártires, en cuya vida inocente se ha querido destruir la Comunidad de Paz del futuro. Su memoria es como una invitación permanente a que la nueva generación de la Comunidad de Paz sea consciente de que la perversidad de Herodes – quien mató a miles de niños para cerrar el paso a futuros liberadores- no ha pasado a la historia; a que valoren lo que significa sacar adelante la vida en medio de oleadas de muerte y a que vaya asumiendo consciente y creativamente el relevo del liderazgo y la salvaguarda de los valores que la generación anterior le va entregando como patrimonio sagrado.
La memoria de SANDRA MILENA, recogiendo a su niños y dando gritos de dolor cuando el Ejército y los paramilitares comenzaron a disparar contra su humilde vivienda en La Resbalosa, siendo la primera en morir en su puesto de servicio incansable a la vida, que era su cocina, es la imagen patética de la vida que le hace frente a la muerte sin más defensa que la ternura y el amor refugiados en el templo silencioso de su cotidianidad.
Las confesiones progresivas de los victimarios nos han ido descorriendo el telón para mostrarnos las escenas más conmovedoras que se sucedieron en La Resbalosa en aquella tarde del 21 de febrero de 2005. Desde el campo de los amigos, nadie nos había podido narrar los últimos momentos de ALFONSO, de NATALIA y de SANTIAGO. Han sido los mismos victimarios, desde sus remordimientos y tormentos de conciencia, quienes nos han dado acceso a lo más horrendo de aquel dantesco episodio. Nos estremece pensar en los sentimientos de Alfonso cuando regresó a su hogar con el propósito de salvar la vida de los suyos o correr su misma suerte y lo encontró invadido por gentes sin alma que se dedicaban a una macabra orgía de sangre. Tuvo que contemplar de lejos el cadáver de su esposa tendido en la cocina mientras sus niños se lanzaron a abrazarlo en medio de un estupor que su inocencia les impedía valorar en sus verdaderas dimensiones. Alfonso suplicó a los victimarios, quienes discutían en ese momento sobre la inminente ejecución de los niños, que no fueran a cometer ese crimen y que más bien lo mataran a él; entre tanto le dijo a sus niños que debían prepararse para un viaje muy largo. Allí se produjo el último rasgo de la más fina y delicada ternura, cuando Natalia empacó algo de ropa para que su hermanito Santiago la llevara en ese misterioso viaje que ella no alcanzaba a comprender. Con ese precioso gesto de inocente ternura se cerró la vida de Natalia, de Santiago y de Alfonso. Segundos después, sus cuerpos serían desmembrados y sepultados en pedazos en aquellas dos estrechas fosas medio escondidas en el cacaotal. Varios de aquellos esclavos de la muerte confesarían después que sintieron revolverse su conciencia y comprendieron que jamás podrían alejar de sí el tormento de esa macabra memoria. Natalia y Santiago, Alfonso y Sandra emprendieron ciertamente un viaje sin regreso para alejarse del infierno creado por un Estado criminal, pero su ruta los llevaría a las estancias del Dios de la Vida donde la ternura inocente no es jamás tocada por la muerte. Desde ese Reino de la Vida nos acompañan intensamente. Natalia nos visita todas las tardes y se reúne con las niñas de la Comunidad enseñándoles a empacar la ropa para las jornadas más difíciles y riesgosas. Santiago abraza todas las noches con ternura a los padres que corren riesgos por proteger las vidas más indefensas. Alfonso enfrenta en todos los retenes a los victimarios y recita sin descanso los derechos de la población civil, con la seguridad y energía de quien ya no es vulnerable a la muerte ni al dolor. Sandra sigue cuidando de la vida en los templos incomprendidos de nuestras cocinas, de nuestras huertas y de nuestros jardines, en coloquios interminables con las mujeres de la Comunidad de Paz, quienes refuerzan día a día la solidaridad fortalecida en las memorias dolorosas.
Los mismos relatos de los victimarios nos aseguraron que ALEJANDRO, cuando percibió el peligro, fue a buscar un arma para enfrentarse a los agentes de la muerte, en un esfuerzo quijotesco y solitario. Todo muestra que él quiso, con sus disparos, crear un corredor de seguridad para que al menos algunos pudieran escapar, antes de que acabara de cerrarse el cerco de muerte alrededor de la humilde vivienda, pero fue rápidamente acribillado con tal saña que todas sus entrañas se desparramaron por el piso, causando repugnancia a sus mismos perseguidores. Mucho se ha discutido en estos 5 años sobre su carácter de miliciano, que se hizo patente e indudable en su momento final. Por ello no se había adherido a la Comunidad de Paz. Pero la macabra escena final plantea el profundo problema del derecho a la defensa cuando existen tantas evidencias de que las armas del Estado no son protectoras sino destructoras y agresoras, llegando a perpetrar los crímenes más escalofriantes. No es la opción de la Comunidad de Paz, la cual ha definido como principio central la no defensa con armas y la no colaboración a ningún actor armado. Pero la Comunidad es consciente de que en ello va mucho más allá del Derecho, el cual reconoce desde los tiempos más remotos la legitimidad de la defensa ante la agresión injusta. La Comunidad ha elaborado sus principios sobre ideales espirituales que implican a veces sacrificios heroicos, pero no podemos sino mirar con profundo respeto la actitud y el sacrificio de Alejandro, quien muere en combate, en tributo a indiscutibles sentimientos altruistas.
Hoy nuestra memoria de estos hechos llega a un umbral de esclarecimiento, de reflexión, de sedimentación de significados y sentidos, y acoge físicamente los despojos de estas hermanas y hermanos nuestros, horriblemente sacrificados en este proceso, como compañeras y compañeros cercanos, cuya presencia física va a estar recordándonos y reforzando los valores en los cuales ellas y ellos invirtieron lo mejor de sus energías.
En todos ellos se proyecta la sombra de la cruz y la presencia de Jesús Resucitado. Toda esta memoria nos traduce, en nuestra propia historia, muchas escenas del Evangelio, y entre ellas las más conmovedoras de la pasión de Jesús: el inocente que es sometido a horribles sufrimientos y a quien se le arranca la vida de la manera más cruel, sin darse cuenta sus victimarios de que se estaban estrellando con la fuente misma de la vida.
Jesús resucitado vive en nuestros hermanos sacrificados y es el fundamento de su nueva vida, de esa vida que no se puede destruir.
Ellos repiten el gesto de Jesús al proyectarse en el pan de la Eucaristía, que se consume y se destruye para dar vida a otros. Por eso su memoria se une profundamente a la memoria de Jesús en estos signos sacramentales del pan y del vino: cuerpos destrozados que dan vida; sangre derramada que rescata las existencias del océano perverso de la violencia y las transporta al mundo de la vida inocente y recta que limpia el pecado del mundo.
Por Javier Giraldo M. S.J.,
Lunes 8 de marzo de 2010, por Javier Giraldo M. , S.J.
"Allí se produjo el último rasgo de la más fina y delicada ternura, cuando Natalia empacó algo de ropa para que su hermanito Santiago la llevara en ese misterioso viaje que ella no alcanzaba a comprender. Con ese precioso gesto de inocente ternura se cerró la vida de Natalia, de Santiago y de Alfonso. Segundos después, sus cuerpos serían desmembrados y sepultados en pedazos en aquellas dos estrechas fosas medio escondidas en el cacaotal. Varios de aquellos esclavos de la muerte confesarían después que sintieron revolverse su conciencia y comprendieron que jamás podrían alejar de sí el tormento de esa macabra memoria. Natalia y Santiago, Alfonso y Sandra emprendieron ciertamente un viaje sin regreso para alejarse del infierno creado por un Estado criminal, pero su ruta los llevaría a las estancias del Dios de la Vida donde la ternura inocente no es jamás tocada por la muerte. Desde ese Reino de la Vida nos acompañan intensamente".
Homilía en el quinto aniversario de la masacre de Mulatos y La Resbalosa [San José de Apartadó]
perpetrada el 21 de febrero de 2005
El paso del tiempo va transformando nuestra memoria, la va enriqueciendo, la va profundizando, y nos ayuda a entender mejor lo que antes entendíamos sólo parcialmente. Es como ir subiendo una montaña, y a medida que la vamos escalando, vamos viendo más completo el paisaje del valle que quedó abajo. Cuando estábamos muy abajo, en el nivel mismo del valle, no podíamos abarcar con la mirada el conjunto del paisaje, los bosques, los ríos, las quebradas y las colinas, pero a medida que vamos ganando altura y tomando distancia, el paisaje se nos va ofreciendo más completo.
Hace cinco años estábamos apabullados por el dolor, por la indignación, por el terror. Esos sentimientos también nos impedían percibir muchas dimensiones de lo que había pasado. Estábamos traumatizados. El dolor era demasiado grande y estábamos demasiado cerca de los acontecimientos que nos envolvían y nos quitaban perspectiva. Casi ni habíamos tenido tiempo de organizar y entender lo que habíamos visto, lo que habíamos vivido.
Preguntémonos: ¿en estos cinco años qué hemos sabido?; ¿qué hemos entendido?; ¿qué hemos reflexionado?; ¿cómo miramos lo que pasó?
Hemos sabido algo más sobre las circunstancias que envolvieron la muerte de LUIS EDUARDO: supimos que el día 20 no quiso ir a cosechar el cacao porque sintió bombardeos y explosiones y vio todo militarizado, pero al día siguiente se decidió a enfrentarse con el que fuera, afirmando sus derechos. Supimos que su hermano le insistió en que se devolviera pero él no quiso; confió en que respetarían su derecho de persona civil. Conocimos después la grabación de su entrevista a los diputados de Valencia, España, realizada un mes antes de su muerte, y hemos escuchado muchas veces, con su propia voz, esa frase que tanto nos ha impresionado: “Hoy estamos hablando, mañana podemos estar muertos”, frase que reflejaba su conciencia de que vivía en un contexto terrible de violencia, pero que esa violencia no lo hacía renunciar a su proyecto de comunidad de paz. En la misma entrevista dijo: “mientras estemos, nuestros proyectos de vida siguen”, frase que refleja la convicción que él tenía de que el proyecto de comunidad era más grande que su propia vida y de que valía la pena sacrificarle le vida. Nos hemos preguntado tal vez muchas veces si Luis Eduardo sería acaso un hombre que despreciaba la vida, pero no, si alguien defendía la vida, buscando siempre estrategias nuevas de defensa, era él; más bien tenía la convicción de que la vida no se podía destruir ni siquiera con la muerte y de allí sacaba su fuerza para enfrentar todas las amenazas como algo que no podía llegar a destruir lo que más valía en él y en la Comunidad. Hemos mirado muchas veces su vida hacia atrás y hasta su muerte y lo hemos valorado como un verdadero líder que encarnaba los ideales de la Comunidad de Paz. En las exequias colectivas, hace 5 años, leímos esta frase de Jesús en el Evangelio de San Juan, cuando dice: “a mí nadie me quita la vida, yo mismo la entrego para volverla a tomar” (Jn. 10, 17). Hoy miramos su vida como una presencia permanente en la Comunidad. Su memoria es una energía muy fuerte que nos infunde fuerza a todos.
Hemos pensado mucho en BELLANIRA; en su juventud; en su experiencia de pareja que sólo llevaba pocos meses con Luis Eduardo. Nos hemos preguntado si al comprometerse con Luis Eduardo no habría sentido temor, pues Luis Eduardo ya era una persona perseguida y en alto riesgo. Todo nos dice, sin embargo, que ella asumió ese riesgo en su fresca experiencia de un amor que va hasta compartir el riesgo; un riesgo que aquí se hizo tragedia. Bellanira encarna el amor de tantas jóvenes de la Comunidad que ha madurado en el riesgo y el sufrimiento compartido y en el afán de proteger la vida desde su primera gestación.
Hemos pensado mucho en DEINER, quien ya en sus escasos 10 años de vida llevaba en su cuerpo los destrozos dolorosos de la violencia, cuando su pierna fue destrozada por el artefacto que el Ejército había dejado en los campos de cultivo de La Unión y que luego, bajo engaños, se negó a recoger, afirmando que no representaba ningún peligro. Nos ha estremecido profundamente su degollamiento, en el cual hemos leído la crueldad extrema del régimen que nos domina. Nunca olvidaremos la imagen de aquel militar que mostró como trofeo el machete ensangrentado con el que le cercenaron su cabecita, afirmando entre burlas y desafíos de impunidad: “este es el degollador”. Deiner encabeza la fila de los niños mártires, en cuya vida inocente se ha querido destruir la Comunidad de Paz del futuro. Su memoria es como una invitación permanente a que la nueva generación de la Comunidad de Paz sea consciente de que la perversidad de Herodes – quien mató a miles de niños para cerrar el paso a futuros liberadores- no ha pasado a la historia; a que valoren lo que significa sacar adelante la vida en medio de oleadas de muerte y a que vaya asumiendo consciente y creativamente el relevo del liderazgo y la salvaguarda de los valores que la generación anterior le va entregando como patrimonio sagrado.
La memoria de SANDRA MILENA, recogiendo a su niños y dando gritos de dolor cuando el Ejército y los paramilitares comenzaron a disparar contra su humilde vivienda en La Resbalosa, siendo la primera en morir en su puesto de servicio incansable a la vida, que era su cocina, es la imagen patética de la vida que le hace frente a la muerte sin más defensa que la ternura y el amor refugiados en el templo silencioso de su cotidianidad.
Las confesiones progresivas de los victimarios nos han ido descorriendo el telón para mostrarnos las escenas más conmovedoras que se sucedieron en La Resbalosa en aquella tarde del 21 de febrero de 2005. Desde el campo de los amigos, nadie nos había podido narrar los últimos momentos de ALFONSO, de NATALIA y de SANTIAGO. Han sido los mismos victimarios, desde sus remordimientos y tormentos de conciencia, quienes nos han dado acceso a lo más horrendo de aquel dantesco episodio. Nos estremece pensar en los sentimientos de Alfonso cuando regresó a su hogar con el propósito de salvar la vida de los suyos o correr su misma suerte y lo encontró invadido por gentes sin alma que se dedicaban a una macabra orgía de sangre. Tuvo que contemplar de lejos el cadáver de su esposa tendido en la cocina mientras sus niños se lanzaron a abrazarlo en medio de un estupor que su inocencia les impedía valorar en sus verdaderas dimensiones. Alfonso suplicó a los victimarios, quienes discutían en ese momento sobre la inminente ejecución de los niños, que no fueran a cometer ese crimen y que más bien lo mataran a él; entre tanto le dijo a sus niños que debían prepararse para un viaje muy largo. Allí se produjo el último rasgo de la más fina y delicada ternura, cuando Natalia empacó algo de ropa para que su hermanito Santiago la llevara en ese misterioso viaje que ella no alcanzaba a comprender. Con ese precioso gesto de inocente ternura se cerró la vida de Natalia, de Santiago y de Alfonso. Segundos después, sus cuerpos serían desmembrados y sepultados en pedazos en aquellas dos estrechas fosas medio escondidas en el cacaotal. Varios de aquellos esclavos de la muerte confesarían después que sintieron revolverse su conciencia y comprendieron que jamás podrían alejar de sí el tormento de esa macabra memoria. Natalia y Santiago, Alfonso y Sandra emprendieron ciertamente un viaje sin regreso para alejarse del infierno creado por un Estado criminal, pero su ruta los llevaría a las estancias del Dios de la Vida donde la ternura inocente no es jamás tocada por la muerte. Desde ese Reino de la Vida nos acompañan intensamente. Natalia nos visita todas las tardes y se reúne con las niñas de la Comunidad enseñándoles a empacar la ropa para las jornadas más difíciles y riesgosas. Santiago abraza todas las noches con ternura a los padres que corren riesgos por proteger las vidas más indefensas. Alfonso enfrenta en todos los retenes a los victimarios y recita sin descanso los derechos de la población civil, con la seguridad y energía de quien ya no es vulnerable a la muerte ni al dolor. Sandra sigue cuidando de la vida en los templos incomprendidos de nuestras cocinas, de nuestras huertas y de nuestros jardines, en coloquios interminables con las mujeres de la Comunidad de Paz, quienes refuerzan día a día la solidaridad fortalecida en las memorias dolorosas.
Los mismos relatos de los victimarios nos aseguraron que ALEJANDRO, cuando percibió el peligro, fue a buscar un arma para enfrentarse a los agentes de la muerte, en un esfuerzo quijotesco y solitario. Todo muestra que él quiso, con sus disparos, crear un corredor de seguridad para que al menos algunos pudieran escapar, antes de que acabara de cerrarse el cerco de muerte alrededor de la humilde vivienda, pero fue rápidamente acribillado con tal saña que todas sus entrañas se desparramaron por el piso, causando repugnancia a sus mismos perseguidores. Mucho se ha discutido en estos 5 años sobre su carácter de miliciano, que se hizo patente e indudable en su momento final. Por ello no se había adherido a la Comunidad de Paz. Pero la macabra escena final plantea el profundo problema del derecho a la defensa cuando existen tantas evidencias de que las armas del Estado no son protectoras sino destructoras y agresoras, llegando a perpetrar los crímenes más escalofriantes. No es la opción de la Comunidad de Paz, la cual ha definido como principio central la no defensa con armas y la no colaboración a ningún actor armado. Pero la Comunidad es consciente de que en ello va mucho más allá del Derecho, el cual reconoce desde los tiempos más remotos la legitimidad de la defensa ante la agresión injusta. La Comunidad ha elaborado sus principios sobre ideales espirituales que implican a veces sacrificios heroicos, pero no podemos sino mirar con profundo respeto la actitud y el sacrificio de Alejandro, quien muere en combate, en tributo a indiscutibles sentimientos altruistas.
Hoy nuestra memoria de estos hechos llega a un umbral de esclarecimiento, de reflexión, de sedimentación de significados y sentidos, y acoge físicamente los despojos de estas hermanas y hermanos nuestros, horriblemente sacrificados en este proceso, como compañeras y compañeros cercanos, cuya presencia física va a estar recordándonos y reforzando los valores en los cuales ellas y ellos invirtieron lo mejor de sus energías.
En todos ellos se proyecta la sombra de la cruz y la presencia de Jesús Resucitado. Toda esta memoria nos traduce, en nuestra propia historia, muchas escenas del Evangelio, y entre ellas las más conmovedoras de la pasión de Jesús: el inocente que es sometido a horribles sufrimientos y a quien se le arranca la vida de la manera más cruel, sin darse cuenta sus victimarios de que se estaban estrellando con la fuente misma de la vida.
Jesús resucitado vive en nuestros hermanos sacrificados y es el fundamento de su nueva vida, de esa vida que no se puede destruir.
Ellos repiten el gesto de Jesús al proyectarse en el pan de la Eucaristía, que se consume y se destruye para dar vida a otros. Por eso su memoria se une profundamente a la memoria de Jesús en estos signos sacramentales del pan y del vino: cuerpos destrozados que dan vida; sangre derramada que rescata las existencias del océano perverso de la violencia y las transporta al mundo de la vida inocente y recta que limpia el pecado del mundo.
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