Homenaje a Eduardo Umaña Mendoza
El Equipo de Comunicaciones Documental Amarillo acompaña las acciones de memoria emprendidas por la Asociación Red de Defensores y Defensoras de Derechos Humanos dhColombia, en este sentido realizamos el presente video el cual rinde homenaje al legado del abogado y defensor de Derechos Humanos Eduardo Umaña Mendoza asesinado hace 18 años, y a todas y todos los defensores de Derechos Humanos quienes diariamente se enfrentan a la persecución, la estigmatización, la desaparición forzada y al asesinato por su lucha contra la impunidad.
Dos dieciochos
Por: Camilo Eduardo Umaña H.
El día que asesinaron a mi padre era un sábado. Mi mamá lo había dejado en la oficina donde constantemente lo apoyaba. Estaba reunido con un hombre, un tipo que no le quiso dar la cara al saludarla pero que ella miró fijamente. Se quedó con una corazonada pero salió a buscarme. Yo estaba en clase de inglés. Me recogió antecitos del medio día. Nos devolvimos con destino a la oficina, pero mi mamá se desvió a recoger otra cosa. La cita era a las 12 pasadas para salir a almorzar. Nuestro tiempo juntos, en familia, se limitaba un poco a los sábados desde el almuerzo y a los domingos, cuando había suerte. Mi padre siempre, sin falta, estaba con su familia, porque siempre estuvo con esas madres que veía como suyas, que buscaban a sus desaparecidos, a sus hijos en los escombros y en las calles, porque veía a sus hermanos en los sindicalistas que ponían en prisión por mil años para abrir paso a la corruptela y las privatizaciones, veía en los torturados, los puestos en prisión por opinar, los rebeldes, los indígenas exterminados, los campesinos y los activistas, su gente. Esa familia grande y dispersa, sin embargo, no coincidía siempre con la nuestra, pequeñita y nuclear que después de todo esto quedo aplastada en un estado absoluto de destierro y marginación.
La violencia enseña que el futuro es muerte. El pasado, un riesgo de
derribo. El presente, una duda que se decide a cada instante. La vida: lo
único, el don, el filamento de oro que se tiende en el rostro y que brilla en
los ojos encendidos. Una oportunidad, una penumbra, una puerta a un no sé dónde
que es lo único que nos mantiene suspendidos, en esta condición de todo y nada
que se debate entre la suave ternura y el áspero espanto del olvido.
Es
grave en Colombia esa forma altamente difundida de desconocer nuestra historia
y repetirla, pero es más grave aún que esto pase sin siquiera darnos cuenta.
Entre el 12 y el 24 de enero de 1998 (pocos meses antes de que mataran a mi
padre), Carlos Lemos Simons relevó al presidente Samper en su cargo. El diario
el Tiempo captó la frase que Samper le dijo a los esposos Lemos al salir de
Palacio rumbo a Canadá: “Me cuidan el perrito y el gobiernito. Dejo todo
perfecto ¿no? Ningún problema, no hay nada. Cualquier cosa, no respondo”. Mientras
tanto, según el registro de la unidad de víctimas, en 1997 281.406 personas
habían sufrido diferentes violaciones provenientes del conflicto armado. Según
el CINEP, 3.341 personas habían sido asesinadas en ese periodo, paramilitares
ejecutaron 31 masacres, hubo más de 87 casos de desaparición forzada y unos 155
casos de torturas. “Ningún problema, no hay nada. Cualquier cosa, no respondo”.
Luego, en 1998,
comenzó una andanada de guerra contra los activistas de derechos humanos (nada
parecido a lo que ocurre hoy en día). Varios reconocidos defensores fueron
asesinados. El 19 de mayo de 1997, Mario Calderón y Elsa Alvarado investigadores
y activistas sociales, fueron abaleados en su apartamento de Bogotá mientras su
hijo, un bebé de 18 meses, se escondía en un closet. A ellos les siguió Jesús
María Valle, asesinado el 27 de febrero de 1998, abogado paisa miembro del Comité
por la Defensa de Derechos Humanos que presidió desde 1987 en reemplazo de
Héctor Abad Gómez, asesinado el 25 de agosto de ese año junto con Leonardo
Betancur, mientras estaban en camino de las exequias del sindicalista Luis
Felipe Velez quien también había sido ultimado. El 16 de abril de 1998 el
cadalso acogería a la dirigente comunista María Arango Fonnegra ultimada según EL
DAS y El Tiempo no por su férrea defensa de los derechos humanos sino por una
deuda que cobró de 85 millones de pesos. Y el 18 de abril de 1998, fue el turno
de mi padre, Eduardo Umaña Mendoza que según el entonces fiscal general de la
Nación, Alfonso Gómez Mendez, fue asesinado en un crimen de Estado frente al
cual él y la institución que coordinaba, no podían hacer nada.
El año pasado alias
Don Berna me mandó a pedir perdón con la Fiscalía porque habían cometido un
error con mi papá: “Creo que fue una gran equivocación. Desafortunadamente cometimos muchos
errores. Nuevamente les pido perdón”.
Tal como lo había denunciado el paramilitar asesinado Francisco Villalba y lo
había enunciado la banda La Terraza en una grabación que dejaron antes de que
los mataran a casi todos y los cables de la Embajada de Estados Unidos, Don
Berna contó que junto con inteligencia militar coordinaron y ejecutaron todo y
se les dio por cometer el “error”. Más de cuatro balas no se deslizan por
exceso, ni los seguimientos por años se hacen por coincidencia, ni más de una
cincuentena de amenazas se pronuncian sin intención. Aquí no hay error. Mi papá
no se le atravesó a las balas, las balas lo atravesaron a él.
Si las balas desanduvieran su camino.
Y su zumbido se reversara en una implosión de sonido. Si el latigazo, el bum,
fuera de vuelta. Y del viento al cañon, del cañon a la culata, y la culata al
brazo y el brazo al pecho, del cuerpo al alma, del alma a algún dios, al dios
del olvido que en el empuje de la acción cambiara nuestra ventura, se apiadara
un poco y nos restara un par de lágrimas borrando el registro de lo vivido. Si
supiera equivocarse este recuerdo lacerante y todo esto fuera un simple
descuido de la imaginación. Ni persecución, ni amenazas, ni miedo, ni muerte,
ni exilio, ni soledad, ni desvarío, ni inocencia trizada, ni tú sin migo. Si de
repente postergáramos estos 18 años y yo volviera a ser niño y supiérase
devolvérsenos nuestro destino. Pasaría al lado de muchos de ustedes por la
calle y no nos detendríamos, disculpen el incordio. Sucede que estaría
discutiendo con mi papá sobre la inmortalidad del cangrejo, los nadaistas, y
aquella poesía de Miguel Hernández que dice: “Poco
podrán las armas: les falta corazón. Separarán de pronto dos cuerpos abrazados,
pero los cuatro brazos avanzarán buscándose, enamoradamente”. Estaríamos
quejándonos de los casos heredados, sobre las debatibles bondades de abandonar
el cigarrillo, sobre las siempre esquivas novias, consejos para conservar la
barba, la situación de sentirse solo y cómo hacer que las soledades se
encuentren, sobre aquel cuento de navidad de Dickens que leímos juntos en el
hospital o sobre si es mejor las costillitas de José Dolores o las empanadas de
Las Margaritas. Le contaría de mis cosas, de la vida, de cuánto me ha costado todo
esto, pero también de tantas y tantas alegrías. Sí, toda esta lucha también
deja mística, fuerza, un sentido de empatía, mucho vivido. Quién creería que
hay un colegio donde los más humildes estudian y se alimentan llamándose a sí
mismos comunidad umañista. Quién diría que la plaza donde tanto reclamó que no
rifaran las empresas de todos y el futuro del país con ellas, llevaría su
nombre y sería punto de encuentro para más movilizaciones contra la injusticia.
Y hay asociaciones, centros de estudio, grupos estudiantiles, hasta proyectos
de vivienda, qué locura. Quién diría que todavía hay gente que se atreve. La
violencia con su miedo penetrante haciéndonos de todo ¿también nos habrá vuelto
valientes?…
Sin
la bala, al mismo tiempo de rescatar todo lo que anhelo, habría inmersa una
extraña forma de perder, qué encrucijada. Si no hubiera que escoger, qué
oportuno sería. Eso del libre albedrío es un hastío. Lo cierto es que no hay
que escoger, qué desatino: El arma no negocia su gestión, el reino de lo
inmóvil no cree en las palabras, no se conmueve y no sabe accionar ni un sacudón,
ni siquiera un meneíto. Muchas veces todo parece como un molinillo de viento:
una actividad frenética, giros y giros, pero una estaticidad absoluta, no nos
movemos de lugar. Explorando las noticias de 1998 encontré: asesinatos de
defensores de derechos humanos ofrecidos como meras coincidencias por la
institucionalidad, negociaciones con las guerrillas en mil comités y mesas que
a nada fueron a parar, grupos paramilitares que era llamados de delincuencia
común o criminales a sueldo tildados como sin fin distinto que narcotraficar,
propósitos voraces de vender cualquier negocio próspero del Estado y hasta
advertencias de racionamiento energético en un lenguaje idéntico al de hoy en
día. Pareciera que todo cambia para quedar igual. Como dicen en la prensa:
giros en 360 grados. Nada cambia, nada. Todo cambia, todo. Alumbramos una luz
en la oscuridad del olvido y ya han apagado mil velas más. Han callado mil soles
pero no se extingue el fuego que nuestro corazón guarda y que parece infinito: no
hay oscuridad que pueda con esta luz que sale de las entrañas.
Si
lo inmóvil, lo inerte, no devuelve su recorrido y a futuro no tiene poder decisorio
sobre su destino, las personas sí tienen una opción, un recaudo de movimiento,
una esperanza, una razón, un trino. Esa sensación de escoger, nos sostiene, nos
acoge, nos hace entendernos vivos.
Para
sabernos vivos, la vida no es suficiente y muchas veces no es necesaria: la
memoria sí. Si un día nos olvidamos de todo, nos perderíamos en una calle
cualquiera y nunca nos encontraríamos: vivos mil veces vivos estaríamos muertos
mil veces muertos. Imagine usted la angustia de sentirse suspendido, sin
recuerdo, en blanco, en olvido. Lo que nos hace volver a casa, saber qué nos
gusta, poder tener un propósito y hasta amar, es la memoria. De alguna extraña
forma nos habita un lazo de seda roja, fino hilito de tela, el mismo que junta
a los amantes, que une a los gemelos, y comunica en telepatía a las madres con
sus hijos: ese hilo que nos sostiene vivos es la memoria. De alguna forma el
recuerdo es escoger seguir unidos a la vida. Entre otras cosas, lo digo porque
fíjense en mi papá, que lo mataron y no ha sabido morir en este reino del
recuerdo. Bendita sea la vida que vive en el recuerdo porque la muerte no puede
con ella. Maldita sea la vida que vive sólo en el recuerdo, porque no es vida. Bendita
sea la muerte cuando no nos deja morir. Maldita sea la muerte cuando no nos
deja vivir. Maldita sea la muerte injusta que sin embargo nos recuerda la
importancia de la justicia.
En
épocas que exigen salir de la guerra, el futuro es muy incierto. Encontraremos
grandes desafíos, para qué hacer esto, por qué, y la memoria nos mantendrá
unidos. El pasado habilitará nuestro futuro. Pero si de pronto nos encontramos
en amnesia de lo vivido, no sabremos escoger, nos perderemos todos y ya no habrá
luz, ni caricias, ni recuerdos compartidos. Nos perderemos a los otros y a
nosotros mismos. Los abrazos extendidos serán manos desuetas en los bolsillos,
los diálogos: de los vecinos, las bromas: sin destino, los llantos: pequeños
charcos en el suelo (tan esquivos por aquello del fenómeno del niño), y las
dulces memorias de afecto y canciones serían meras intuiciones de empatía,
prolongados silencios en fa menor, tres cuartos y puntos suspensivos.
Aquí lo
que hay que hacer, propongo, es un homenaje especial al no olvido. Pese a todos aquellos transeúntes que
prefieren no recordar, a todos quienes no vienen a estas reuniones porque les
parece lastimero lamentarse por lo ya sucedido, pese a quienes inventan
justificaciones y niegan lo acaecido. Pese al feudo del entretenimiento que
entre el neón y las curvas redentoras, nos recuerdan olvidar. Pese a esta vida
colombiana tan llena de muerte. Procura tú que tu vida se libre frenética a
andar, que cada día que pasa sea todo al caminar.
18
años y he aquí la cédula de inciudadanía de la república. Qué bueno será ya
poder entrar a las discotecas del olvido. Sin restricciones, barra libre! Allí
donde el silencio hace ruido, a que nuestros pies bailen cada canción con la
intensidad efímera de un arcoíris. Ya somos inciudadanos de la república. Con
cédula en mano se reconoce oficialmente el derecho a no tener derechos, podemos
ya transmitir libremente nuestras deudas y ser expropiados de nuestros bienes.
Como a veces sólo nos queda la vida, se ha previsto anticipadamente un derecho
a indemnizaciones administrativas, celeras, prontas, urgentes, una tasación del
dolor está preestablecida, así es que no hay lugar a reclamar, tranquilos que
si nos matan ya podemos pasar por la ventanilla crediexpress a reclamar, ya
somos inciudadanos de la república.
Un
buen inciudadano se autocensura. Ya sabemos que podemos usar las palabras
impunidad, dolor, rabia, soledad. Que podemos salir en las fotos de los diarios
llorando y quejándonos de nuestra vulnerabilidad. Pero no son formas de un
inciudadano ponerse a decir amor, esperanza, paz, libertad. No son buenas
costumbres estudiar, tener buen humor o incluso, dios nos libre, atreverse a la
felicidad. Esas son cosas que se dejan a otros hermanos a los que, sin embargo,
no les podemos compadrear: tenemos
que llamarlos padres de la patria, héroes de la patria, presidentes de la
patria, directivos de la patria, o cualquier cosa con apellido patria que deje
en claro su patriarca autoridad. A los inciudadanos nos corresponde ser
tristes, pedigüeños, amargados, solo vivir en el pasado, una pisca de amargura,
dos gotas de sinsabor, tres clavos en cada mano, la caras largas a lo Munch, el
gesto roto a lo calle de Bogotá y la voz suavecita, casi que conventual. Eso es
decencia, eso es saber dónde se está en la sociedad, eso es ser inciudadano de
la república.
Más
que ganar la ciudadanía, creo, el truco está en retomar, revivir y ejercitar
nuestra humanidad. El sentido de humanismo social como diría mi abuelo, que nos
haga salir de la tanatomanía nacional. Creo que una clave puede ser eso de
encontrar la bondad del corazón propio en los actos de maldad. Una forma, un
ritmo frente a lo que sucede. Poder ganar un lenguaje de valores, en contra de
la represión. Los derechos humanos son de hecho una puerta de entrada para
reflexionar sobre lo que la sociedad puede brindar. Los derechos de los pueblos
son un ventanal para entender que no somos sólo individuos sino colectivos, hermanos,
amigos, colegas, y que podemos compartir sueños. Debemos retomar la sensación
de poder soñar, eso es patrimonio vital de la humanidad. A los jóvenes afortunados
les enseñan a tener planes y metas diciéndoles que ese puede ser su futuro,
pero debemos recordar que lo único que nos permite ir más allá es nuestra
capacidad de soñar ¿Qué importa el reino de lo posible si hay tanto imposible
por lograr?
Un
sueño compartido por muchas generaciones ha sido el camino hacia el fin del
conflicto armado. Llamémoslo mejor propósito lleno de anhelo y seriedad. Pero
recordemos el sueño, deberíamos poder pensar más en clave de paz con justicia
social. Como diría mi papá:
“Negar la necesidad de
la paz es ubicarse en una posición absurda que ningún honor hace a mente
alguna. El problema no es hablar del beneficio de la paz, no es apoyar unos
planes plenos de promesas, pero sin asidero alguno en la escueta realidad
socio-económica del país. Con evidente cinismo se ha tendido una hábil “cortina
de humo” sobre el punto vital: el policlasismo, la miseria y pobreza absolutas,
la dependencia del exterior y la no autodeterminación al interior, todo ello
amparado por una tremenda inmoralidad e impunidad.
La paz no puede surgir
del desorden, de la guerra sin cuartel, del crimen organizado, de las
estructuras caducas, de la economía sin rumbos, de la injusticia social, del
abandono de la eticidad”
El
propósito de reunirnos para recordar sería inútil sin hacernos la promesa del
sueño. Los sueños son para vivirse, opinarse, pensarse, escribirse, derogar el
argot popular que dice: el que piensa pierde! A no perder, a pensar que un buen
humanista debe saber respetarse lo suficiente como para irrespetar que lo
irrespeten.
Tenemos
la Colombia del futuro por construir. Qué difícil que se hace navegar en
condiciones tan hostiles, con naves tan fugaces, almas y cerebros que se
estrechan en el olvido. Sin embargo, habrá que hacer un elogio a esa dificultad
y encontrar en ella una mística para luchar.
Disculpen
la extensión y el vaivén de mis palabras. Tengo una colección de escritos en 18
años en los que me he debatido y rebatido para escoger qué decir y postergar
llorar. Ahora es más fácil porque después de tanto tiempo ya no escojo nada, las
frases caminan solas y lo llevan a uno como pasajero de ocasión. Antes de que
se vayan y me dejen aquí, con todos ustedes a quienes agradezco, quiero admiro,
entraño y mil veces gracias por acompañar, que no me abandonen las palabras sin
pronunciar: “más vale morir por algo que vivir por nada” José Eduardo Umaña
Mendoza.
EN LOS 18 AÑOS DE SU MUERTE
Por: Antonio Morales
Eduardo Umaña Mendoza…Nunca nos conocimos. Porque nuestra amistad fue y es imprecisable, permanente, aun sin verse pero siempre sabiéndose. Aun hoy, 18 años después de su asesinato. No puedo ni quiero precisar en cual lugar y en qué momento nos vimos y nos hablamos por primera vez. De pronto fue en una infancia común en las barriadas chapinerunas, de pronto fue en la calle y de la mano de nuestros padres.
Pero me pasaba y me pasa, sentir que Eduardo era una presencia siempre potenciada por su sonrisa mezcla de silenciosa sabiduría y de franca ternura. Ni idea cual fue el vórtice espacio temporal en el cual nos hicimos amigos, pero cuando la amistad ya era un trasunto constante, supimos que nuestros tiempos eran comunes, que éramos gente de una época que sobrevive, navegantes de unas esperanzas fundamentalmente humanistas, llenas de vida, hasta de juventud…
Y nos veíamos y nos encontrábamos en situaciones y lugares disímiles: en los momentos en los cuales Eduardo me pasaba información puntual para mi trabajo periodístico, denuncias, miradas, convicciones y claro, datos concretos para seguir en su empecinada protección de los derechos humanos. Yo seguía los procesos que él llevaba, las defensas de sindicalistas, presos políticos, líderes populares .O bien en escenarios mucho más profanos, mucho más paganos, como nuestro Goce de la calle 24 con carrera trece A, en el templo salsero de Gustavo Bustamante dónde noche a noche hacíamos posible la rara interlocución de la alegría con las ideas, la simbiosis del baile con las luchas sociales y políticas.
Seguramente de muchos eventos y situaciones pensábamos lo mismo, pretendíamos lo mismo. Pero Eduardo con la mayor audacia y la valentía propia de su corazón de jaguar, era quien frenteaba, quien le ponía el pecho a las adversidades con una conciencia imbatible, con un rigor y una asiduidad poco común en un país de muchos mediocres. Así como en el instante final, le puso el pecho a las balas. Al inmerecido tiroteo desatado por los gatilleros que lo mataron, por los autores que decidieron su muerte, por los ideólogos de la extrema derecha que pensaron su muerte.
Recuerdo conspirar al lado suyo. Sigilosos. Recuerdo tratar de construir un instrumento artesanal de hermandad y libertad. Hablar de Eduardo, como ahora, es como decirles cosas a todos y a uno mismo.
Qué tiempos atroces los finales de los noventa. Atroces como tantos otros tiempos de nuestra geografía del odio. Tiempo en el cual a uno le mataban los amigos, los parces, los panas. Tiempo en el cual uno hacía dolorosas cuentas de quién sería el siguiente, esperando la noticia que seguro vendría, porque el Estado no hacía nada para impedirlo. Y uno ahí sobreviviendo a la estadística del exterminio… Mario Calderón y Elsa, y luego Eduardo, y Jaime Garzón, y antes y después a los amigos de los amigos, a los conocidos de los conocidos, a los ajenos del alma…Si, este es un país donde le matan a uno los amigos… y con su muerte las ilusiones, quizás las emocionales, porque las racionales siguen vivas y llenas de futuro. País que mata la lúdica, el humor, la inteligencia, el coraje.
Eduardo nos enseñó a pensar, cargado de risas y abriendo los sellos eternos para derrotar a la Parca que había tratado de cerrar las puertas y las ventanas de los tiempos idos y por venir, para que nunca pudiéramos recuperar el recuerdo y con él los conocimientos de la vida y de la lucha. Eduardo, fráter de siempre que derrotó no sólo a la muerte sino a su hijo el olvido, portador de la ignorancia. Por eso hoy hablamos de esa, su memoria.
Matándolo trataron de quemar semillas, corazones: Pero ni modo. Su sueño conspirador está ahí, en lo preciso de las denuncias y en lo etéreo de la lucha.
El día que lo mataron, quizás por el mero azar de llamarme Antonio y de estar seguramente a la cabeza en la lista de un teléfono celular, fui el primero en enterarme de su asesinato por la llamada que me hiciera su esposa. Corriendo hacia su casa donde yacía tiroteado, pensaba que nada podría obligar a hundir su memoria en el lago de Leteo cuyas aguas terminan de borrar la poca conciencia de lo transcurrido. Vivía, dentro de un taxi, la eternidad de ese instante, espacio y tiempo de todas las dimensiones, profundidad volumétrica de todos los sentidos y las insensateces, conciencia siempre y nunca, vacío y contenido y potencia y debilidad y todo lo que está en medio de todo en toda dirección. Es decir, vivía ya el dolor de la certeza de su muerte.
Pero ahí estaba él ya muerto entonces como hoy lo está, llenando los espacios y los intersticios, comunicando y acercando seres, energías, para que cupiera más y más, para, recordar, experimentar, acumular sensaciones y razones. Eduardo ayer y hoy bregando en la rueca sin fin para que el hombre sea materia inteligente, materia humana símbolo de vida en movimiento y de igualdad.
Eduardo, mente insuflada de alma que vuelve permanente el cuerpo en el triunfo definitivo de las fábricas del corazón, donde se realiza la alquimia que transmuta la búsqueda del ideal revolucionario en hecho cotidiano, en una construcción de la vida derribando las leyes de la muerte, del olvido, abriendo las puertas, con una creación al por mayor de afectos, cadena de afectos que nunca se olvida, en esas vidas que algún día a su vez no habrán de olvidarse para que surja una ética que sobrepase el bien y el mal y asuma todas las leyes, fuerzas y voluntades infinitas de la felicidad sobre el planeta....
Ejercemos hoy con Eduardo el derecho al recuerdo. La vida recordada para vencer la muerte, porque la memoria y la historia del hombre, en consecuencia, son las grandes armas del conspirador.
Algún día las puertas de una nueva sociedad en Colombia nunca más estarán cerradas, y la gran conspiración habrá conducido al recuerdo permanente de una sabiduría que habíamos perdido porque nos moríamos. Viviremos, si, aun muertos, como Eduardo, que hoy también se atraviesa en el destino y el futuro del país, como esa mezcla exquisita de verraco y de bacán…
Las fuerzas oscuras no son solamente quienes oprimen el gatillo. Lo grave de este país es que hay un nivel superior en las decisiones del asesinato en Colombia, del magnicidio, del asesinato selectivo, un nivel que sobrepasa las instancias de autoría intelectual y material. En el marco de esa violencia que nos ha tocado vivir en Colombia durante los últimos años, hay una actitud ideológica hacia la desaparición del supuesto enemigo, y esa actitud la tienen quiénes se consideran ideólogos de la estabilidad del sistema.
Las fuerzas oscuras tienen que ver con quienes fomentan la creación de una especie de tejido social en el cual las personas que según ellos resultan inconvenientes para la estabilidad de la sociedad, empiezan a ser concebidas dentro de la posibilidad de la desaparición. No es que digan directamente “es que hay que matar a ése” pero sueltan ideas que quienes los autores intelectuales y materiales, que están en una instancia inferior, retoman y ejecutan.
Hay que buscar el origen del magnicidio en Colombia, del asesinato selectivo y del desplazamiento de los exiliados en dimensiones superiores a las de los autores materiales e intelectuales, aunque no sepamos quién puede estar ahí, ya que esto no determinable en términos judiciales. La mecánica en todos estos casos es la misma: existe una especie de autoría ideológica de esa represión indiscriminada en Colombia: contra el pueblo, contra las organizaciones sociales, contra las ONG, contra los ecologistas, que va desde la represión de una huelga obrera hasta el asesinato selectivo.
Allí uno entiende con claridad que se trata de una función ideológica de un sector de la burguesía colombiana: señalar determinadas opiniones para que otros actúen.
Sin embargo, los verdaderos culpables son esos autores ideológicos que, a mi modo de ver, no están organizados de acuerdo a una estructura precisa, sino que más bien son una masa amorfa de extrema derecha que produce este tipo de cosas.
En esa dirección, uno puede encontrar estas manifestaciones en la alta diligencia gremial, en la industria, en sectores del comercio, de la producción, sectores militares, en sectores en que se empieza a hacer evidente una cierta identificación con el paramilitarismo, en donde todos están metidos y donde todos tienen capacidad decisoria, o por lo menos capacidad de influencia sobre el gatillero.
Se puede decir que en Colombia la extrema derecha es una sola, y que no tiene una coordinación precisa porque es clandestina. En este país el asesinato sigue siendo un delito, aunque en la práctica no se penalice ni se castigue al asesino, porque esa es la estructura de la inequidad y la justicia en Colombia.
De otro lado, habría que revaluar el término de violencia política y, de alguna manera, ampliarlo, pues no solamente el hecho del asesinato con un propósito político es un crimen político. La violencia política, en un sentido más amplio, es también el subproducto social de todas las barbaridades históricas y de todos los sojuzgamientos propios de la llamada violencia cotidiana, amén de la violencia clasista, la de la opresión y la inequidad. La delincuencia común también es —quizás a la inversa— violencia política.
Mataron a Eduardo: Pero ya sabemos cómo vencerte, Muerte, dama ajena. Sabemos entender sin ti. Crecemos sin tus horrores, sabemos vivir. Despreciamos tu arte, tonta. Preferimos las conjuras, los conjuros. Escogimos a nuestros amigos y nos inventamos el modo de conspirar. Eres apenas la protagonista de una ópera bufa; hablas con los asesinos, tus cómplices, quienes determinan quien sobrevive y quién no.
Se puede conspirar aprovechando las propias leyes que debemos vencer, sus fuerzas. Como en las artes marciales vencer al enemigo poniendo su fuerza al servicio de la nuestra de nuestra inteligencia, de nuestra táctica.
La humanidad, esa materia colectiva, como todas es eterna. Aun antes de ser humanidad ya lo era. Y el individuo es efímero. Pero si el individuo decide ser más de lo que es, más humano, decide ser humanidad y en consecuencia humanista, como Eduardo, entonces al ser humanidad es directamente todo. Eduardo se me ha vuelto permanente y por lo menos en mí, ha vencido a la muerte.
¿Por qué los crímenes de Garzón y Umaña son de lesa humanidad?
Foto: Archivo Semana
Solicitan a Fiscalía declarar asesinato de Eduardo Umaña Mendoza crimen de lesa humanidad
Foto: Archivo Cromos
El caso Umaña a la OEA
Foto: Archivo El Espectador
Post a Comment